Autor: Gaby Vargas
La sonrisa y cara de felicidad de Mateo, de 11 meses de edad, mientras retozo con él en la alberca, es el paraíso.
Unos días de vacaciones de sol y agua en familia, logran el prodigio. Quisiera congelar el instante; que mi memoria grabara esa combinación de inocencia y gozo que el bebé emana de una manera casi sagrada. Frente a esto, no hay más. No deseo más, no busco más.
Mientras la magia dura, siento y vivo lo que decimos “ser feliz”. Sin embargo, al mismo tiempo la nostalgia se asoma. Pronto él y sus padres regresarán a Los Ángeles, donde viven; muy pronto dejará de ser bebé; la próxima vez que lo vea, quizá ya camine. El instante llega y, antes de inspirarlo hasta el fondo, se va.
Esa misma tarde de días feriados, me entero por teléfono del fallecimiento de la hija de 23 años de una amiga mía mientras se encontraba de intercambio en otro país. Una verdadera tragedia. ¡Qué contraste! Esa clase de noticias nos duele, aunque no hayamos conocido a la persona o a algún familiar cercano. Con ello nos damos cuenta de lo no negociable que es la muerte. Y del regalo que es cada día de vida, cada instante.
La noticia de una desgracia siempre es rápida, pero su eco resuena indefinidamente en cada célula de nuestro cuerpo. Esto me recuerda lo cierta que es la frase de Rafael Pérez Gay “La salud es, ante todo, el olvido del cuerpo” en su libro “Los muertos nos acompañan. Salud de alma, cuerpo y mente”. Cuando la gozamos, nos olvidamos de ella; y de no ser así, cualquier cosa nos recuerda la fragilidad de nuestras vidas. De la vida.
¿A cuenta gotas?
¿Será que de esto se compone la existencia?, ¿que así es la felicidad, a cuenta gotas y por instantes? ¿O será que siempre está ahí, sólo que se nos revela cuando la reconocemos y somos conscientes del momento?
Mientras reflexiono acerca de lo anterior, juego con mis nietos y todo parece tan simple, como el vaivén del columpio, la diversión de deslizarse por la resbaladilla o el hacer, para luego deshacer, una gran montaña de arena.
Es por eso que el descanso es bueno. Nos hace alejarnos de lo cotidiano y observar nuestra vida desde lejos. Esta distancia nos permite reconocer que como seres humanos nos enfrentamos con dos grandes verdades: la primera es que viviremos un tiempo limitado e indefinido, pueden ser 80, 100 o quizá 23 años. Y la segunda es que las opciones de cómo vivirlos son ilimitadas. Finalmente, las decisiones acerca de dónde, cómo, con quién, qué y cuándo enfoquemos nuestra energía y atención, son lo que define nuestra historia.
Por ello, el tiempo que tenemos para descubrir los secretos que hacen que una vida valga la pena, también es limitado. Como el rally que de niños jugábamos para encontrar el tesoro y nos retaba a encontrar las pistas no dura para siempre. Nada dura para siempre.
La felicidad está en los momentos de la vida, el sentido en conectarnos con algo, con alguien, como con un bebé de 11 meses de edad.
Al día siguiente camino temprano por la playa y me siento diminuta ante la grandeza y la belleza del mar. Los tonos turquesa del mar de Cancún son un regalo a la vista. El aire puro de la brisa es una bendición. La vida. Me doy cuenta de lo cercana que está de la muerte. No es la primera vez que las dos coinciden en un mismo día. Un bautizo y un funeral; una boda y un sepelio, en fin.
Hoy es el momento de abrazar, de reírnos, de amar, de dejar un legado, de jugar, de hacer aquello que nos parece importante. Hay urgencia porque el tiempo es limitado. Por lo pronto, me dispongo a ir por el pequeño Mateo a su cuna después de la siesta, para gozar de su risa, el sol y el agua. Hoy.