Recientemente hubo un torneo de fútbol en el que participaban niños de diferentes estados de la República. Uno de los equipos llamó mi atención. Venía de Monterrey y los niños se encontraban al cuidado de un sacerdote, pues sus papás no los habían podido acompañar.
Era admirable verlos llegar a los partidos. Jugar con entusiasmo y pasión sin que esto hiciera olvidar las normas de educación. No recuerdo haber escuchado insultos, ni haber visto una mala actitud. Cuando perdían felicitaban al equipo contrario, cuando ganaban no humillaban al contrincante.
Los días del torneo transcurrieron y verdaderamente me hice “fan” del equipo. Un grupo de mamás y niñas los animábamos en los partidos, nos daba pena que su única porra fuera el padre. Me pude dar cuenta que él, durante todo el torneo, la hacía de papá y mamá; maestro, entrenador, y sobre todo amigo sin perder esa línea de respeto dentro de la cercanía, la dedicación y cariño mutuo.
Al finalizar el torneo supe que unas mamás y sus hijas los llevaron a conocer la playa; les invitaron a comer pizas y helados y los niños se despidieron de ellas con ganas de regresar a Mérida.
No habrán ganado el primer lugar como goleadores aunque metieron el gol más importante en el corazón de las personas que descubrieron los valores de estos adolescentes. Verónica
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